Hay mañanas en que uno se despierta de malhumor sin razón aparente. No
ha dormido mal, ni ha tenido pesadillas, ni sufre de mala digestión, ni ayer se
peleó con su pareja ni tuvo que soportar una bronca del jefe. Por más que uno
le dé vueltas al asunto, no hay motivos de preocupación y, al menos en
apariencia, las cosas van bien, el cielo está azul, no hay nubes que amenacen
tormenta y los pajaritos cantan. Sin embargo, en casa la atmósfera parece
opresiva y hay una extraña tensión en el aire.
Algunos dirán que tengo una imaginación demasiado
febril y que de cualquier cosa hago una montaña pero, ¿han pensado ustedes en
la posibilidad de que, mientras ustedes duermen, en su casa a veces sucedan
cosas raras? Pensemos, por ejemplo, en la biblioteca. Es evidente que para todo
lector, su biblioteca es una fuente de grandes placeres. Sin embargo, bien
pensado, una biblioteca podría ser también una fuente infinita de conflictos,
pues en ella están obligados a convivir, lomo con lomo, libros de grandes
autores cuyos egos -¡ay!- también fueron enormes y que a lo mejor se llevan
fatal. ¿Quién puede estar seguro, por ejemplo, de que Oscar Wilde no siente una
feroz antipatía hacia su vecina Virginia Woolf? ¿Y si Goethe y Hemingway no se
soportan tras tanto tiempo de convivencia y se tiran todas las noches los
trastos a la cabeza? ¿Quién nos dice que no están deseando que otros autores, Máximo
Gorki o Peter Handke, por ejemplo, vengan a interponerse entre ellos,
destruyendo con su presencia una vecindad penosa para ambos? Si, en el fondo,
todo conflicto es territorial y si, a veces, como todos sabemos, las relaciones
entre vecinos pueden ser tan complicadas, ¿por qué creemos tan alegremente que
en nuestra biblioteca iba a reinar siempre la concordia y la armonía cuando en
ella viven obras de autores muy distintos, de épocas diferentes e ideologías a
veces enconadamente enemigas?
Puede que existan autores capaces de llevarse bien con
todo el mundo. Pongamos que Gerald Durrell y Woody Allen se llevan bien con
todos sus vecinos. Pero, ¿y Hemingway? ¡Por favor! Con lo fanfarrón que era, es
posible que tenga fastidiados a todos sus vecinos. Hasta ahora, he partido del
supuesto de que la biblioteca está ordenada alfabéticamente. Pero, ¿y si el
criterio es colocar juntos a los autores por nacionalidades y épocas? Entonces
podría darse el caso de que Hemingway y Scott Fitzgerald, que tan poco se
gustaban cuando estaban vivos, quedaran juntos, lomo contra lomo, lo que sin
duda podría explicar que algunas mañanas la atmósfera en nuestra casa sea
irrespirable y todo el día estemos crispados y tensos sin que entendamos el
porqué. Pero también lo contrario podría muy bien ser cierto. Imaginemos que
nuestra biblioteca sigue el orden alfabético y que Agatha Christie y Stefan
Zweig tienen un romance imposible en la distancia y odian a todos los libros
que tan cruelmente los separan. O que Kafka lleva años soñando con ser el
vecino de las memorias de Lou Andreas Salomé o de Lauren Bacall.
Con todas esas discordias, esos amores imposibles y
esos sueños frustrados de charla amistosa, no es de extrañar que a veces la
atmósfera en casa esté algo revuelta y las almas sensibles notemos algo raro en
el aire y nos despertemos con el ánimo sombrío y hasta un poco irascibles, pues
toda la noche hemos tenido que aguantar sin saberlo la violencia de los grandes
egos de nuestros escritores favoritos peleándose en la biblioteca. Yo, por si
acaso, someto a frecuentes controles las estanterías para tratar de evitar que,
por un azar perverso, la Biblia permanezca junto al Manifiesto Comunista o el
Capital de Karl Marx. También prefiero separar a los hermanos Durrell y a
Thomas y Heinrich Mann, por si a un hermano le diera por ponerse celoso de que
tengo más libros del otro. Y, desde luego, si alguna vez alguien me pregunta
qué libro me llevaría a una isla desierta, o bien no contesto o digo que me los
llevaría a todos. Si un solo conflicto individual nos provoca a veces un mal
día, ¿qué no sería capaz de producir la furia de centenares de libros
despechados?
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