Cuentan que dos españoles que viajaban por China dejaron su perro al
cuidado de los dueños de un hotel y se fueron, tan felices y contentos, a
visitar el lugar después de indicar por señas a los hoteleros que dieran de
comer al animal. Cuál no sería la sorpresa que se llevaron los españoles
cuando, a la hora de la cena sus anfitriones chinos les sirvieron a su amado perro
en salsa agridulce. Huelga decir que los chinos no tenían mala intención, sino
que malinterpretaron el gesto con el que los españoles les pidieron que
alimentaran al chucho, pues en ciertas regiones chinas el perro se considera un
alimento de lujo. Y es que el choque cultural puede traer a veces fatídicas
consecuencias para el forastero.
Si es usted un ciudadano alemán que sueña con
instalarse en España por una temporada, quizá atraído por las indiscutibles
delicias de su clima, hay algunas cosas que debería saber. Puede que las
diferencias culturales entre los ciudadanos de los países occidentales ricos se
hayan reducido mucho en los últimos tiempos y que, a primera vista, todos
parezcamos cortados por el mismo patrón industrial, pero, por fortuna, nuestra
progresiva pérdida de identidad no es aún completa y a menudo se producen malentendidos
que si bien no suelen desembocar en tragedias como la del perro en salsa
agridulce, sí pueden provocar situaciones tragicómicas y surrealistas.
Deben ustedes saber, por ejemplo, que la puntualidad
no se cuenta entre las múltiples especialidades del ciudadano español. Una
alemana que lleva veinticuatro años en Cataluña sostiene que, al principio,
cuando ignoraba que la impuntualidad es un deporte en el que España ganaría
todas las medallas, se pasaba la vida esperando a gente que a veces tardaba horas
en llegar. Lo malo es que, mientras esperaba, siempre imaginaba que tenía que
haber ocurrido alguna horrible catástrofe: un accidente de coche, una rueda
pinchada, una muerte repentina. Y, obviamente, la pobre lo pasaba fatal. Cuando
la persona en cuestión aparecía por fin, sonriente, con aspecto de haber
corrido mucho para llegar a la cita y balbuceando excusas de lo más peregrinas,
la alemana no podía por menos de quedarse boquiabierta, con todas sus células
alemanas produciendo a toda velocidad un ataque de furia alemán. Para evitar
estos furores, es preciso tomar un par de precauciones elementales. La primera
de ellas consiste en no acudir jamás a las citas sin un buen libro, cuanto más
largo mejor, un periódico o una revista. La segunda, poner un límite al tiempo
que uno está dispuesto a esperar y anunciarlo a los amigos que, de ese modo, seguirán
llegando tarde, pero, por ejemplo, sólo media hora.
Otro punto de fricción es el volumen de la voz. Como
buenos meridionales, los españoles tienden a proyectar generosamente la voz al
hablar, y así medio mundo se entera de sus conversaciones. Si a un español le
parece que los alemanes se expresan entre susurros, los alemanes no pueden por
menos de pensar que los españoles se pasan el día chillando y que el ruido que
se produce en los bares y restaurantes de por aquí raya a veces en lo
insoportable. De modo que si el ciudadano alemán que viene a vivir a España
desea evitar que le hagan repetir cien veces seguidas cada frase (porque todo
el mundo está un poco sordo), tendrá que adaptarse y aprender a hablar un poco
más alto o quedarse callado. Y otra cosa: si todo el mundo lo interrumpe
continuamente cuando habla, no debe usted deprimirse pensando que la gente lo
encuentra aburrido y poco ingenioso. Tampoco debe pensar que los españoles son
unos maleducados y unos groseros. Pero la realidad es ésa: España es una nación
de alegres interruptores de frases que se ponen a hablar aunque alguien esté
contando algo. En ocasiones incluso te dan manotazos para que te calles y los
escuches a ellos. Habrá quien diga que semejante comportamiento tiene una base
lingüística, pues así como en alemán el verbo no aparece hasta el final de la
frase (con lo que la mayor carga informativa de cualquier mensaje se sitúa al
final), en español el verbo viene casi siempre al principio de la frase. De ahí
que los españoles logren entenderse a pesar de tantas interrupciones, pues una
vez que conocen el verbo, no es difícil hacerse una idea cabal de lo que vendrá
a continuación.
Hablando de hábitos lingüísticos, uno de los más
desconcertantes para un alemán es el empleo que hacen los españoles de las
palabrotas, también llamadas tacos. Lo cierto es que el taco no tiene el mismo
valor semántico en Alemania que en España. Si en Alemania llamar mentiroso a
alguien ya es un insulto intolerable, en España la gente se insulta de forma
habitual y luego todos siguen siendo tan amigos, pues, según el contexto, el
insulto puede ser una simple muletilla. De modo que si está usted en un bar
junto a un grupo de amigos y de pronto oye que uno le dice a otro: “Pero qué
hijo de puta eres” o “menudo cabronazo estás hecho”, no se preocupe: en ese
contexto el insulto no sólo no es una señal de que esas dos personas van a
enzarzarse en una violenta pelea, sino que probablemente se trata de una expresión
de cariño entre dos amigos que se adoran y son incapaces de hacerse daño el uno
al otro. Así, por ejemplo, la misma ciudadana alemana que se quejaba de la
impuntualidad de los españoles cuenta que al principio de llegar a España vivió
en un pueblecito de los Pirineos, en Cataluña, donde los hombres decían
continuamente me cago en Déu
(expresión catalana que significa me cago
en Dios), tanto en situaciones de malestar como de alegría. Un día en que
la alemana hacía de pastora y las vacas se le escaparon hacia la ermita, de
repente salió el cura y le preguntó “Què
fas aquí? (qué haces aquí), a lo que ella, que imitaba la forma de hablar
de los lugareños sin saber lo que significaba, contestó: “Me cago en Déu, que se m’escapen” (me cago en Dios, que se me
escapan), lo que dejó petrificado de horror al sacerdote no sólo por la
blasfemia, sino porque aunque renegar y decir tacos era una costumbre frecuente
entre los hombres, las mujeres no la practicaban jamás.
Es cierto que, en los últimos veinte años, España ha
dejado de ser un país pobre, atrasado y pintoresco, donde, para desesperación
de los alemanes, todo se hacía a última hora y de forma más o menos improvisada
y delirante. Sin embargo, los alemanes todavía se llevan algunas sorpresas
desagradables. Cuando se alquila un piso conviene saber que, con raras
excepciones, el propietario no se ocupa demasiado de su cuidado y que, si el
piso es antiguo, a menudo los cables de la luz cuelgan por todas partes.
Tampoco es muy probable que el piso tenga calefacción, de modo que,
acostumbrados a las casas perfectamente equipadas contra el frío, algunos
alemanes tienen que venir a España para descubrir lo que es pasar frío de
verdad. Eso por no mencionar el hecho de que si en el piso se rompe una tubería
de principios del siglo pasado, en lugar de cambiar toda la instalación para
prevenir problemas futuros, lo más probable es que el dueño sólo mande cambiar
el trocito de tubería roto.
Que no se deje desanimar el lector por esta nutrida
lista de posibles conflictos. Los españoles, sobre todo los del sur, siguen
siendo alegres y vitales, como reza el tópico. Su alegría queda reflejada en la
forma de consumir bebidas alcohólicas. A diferencia de los alemanes, que
tienden a beber de forma más puntual y compulsiva, los españoles beben a todas
horas. Puede que no se emborrachen, pero beben sin prisas y sin pausas; horas
antes de las comidas, los bares ya están llenos de gente que toma el aperitivo.
Y, por la mañana temprano, los camareros no paran de servir los famosos
carajillos.
Por último, que los lectores acepten un último
consejo: si vienen a España, nunca tomen el sol sin antes haberse untado con un
buen protector solar. De lo contrario, seguirán inspirando miraditas burlonas y
chistes muy españoles sobre los alemanes que se ponen rojos como una gamba.
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