martes, 29 de octubre de 2013

CÓMO SOBREVIVIR AL CHOQUE CULTURAL GERMANO ESPAÑOL


        Cuentan que dos españoles que viajaban por China dejaron su perro al cuidado de los dueños de un hotel y se fueron, tan felices y contentos, a visitar el lugar después de indicar por señas a los hoteleros que dieran de comer al animal. Cuál no sería la sorpresa que se llevaron los españoles cuando, a la hora de la cena sus anfitriones chinos les sirvieron a su amado perro en salsa agridulce. Huelga decir que los chinos no tenían mala intención, sino que malinterpretaron el gesto con el que los españoles les pidieron que alimentaran al chucho, pues en ciertas regiones chinas el perro se considera un alimento de lujo. Y es que el choque cultural puede traer a veces fatídicas consecuencias para el forastero.    
Si es usted un ciudadano alemán que sueña con instalarse en España por una temporada, quizá atraído por las indiscutibles delicias de su clima, hay algunas cosas que debería saber. Puede que las diferencias culturales entre los ciudadanos de los países occidentales ricos se hayan reducido mucho en los últimos tiempos y que, a primera vista, todos parezcamos cortados por el mismo patrón industrial, pero, por fortuna, nuestra progresiva pérdida de identidad no es aún completa y a menudo se producen malentendidos que si bien no suelen desembocar en tragedias como la del perro en salsa agridulce, sí pueden provocar situaciones tragicómicas y surrealistas.
Deben ustedes saber, por ejemplo, que la puntualidad no se cuenta entre las múltiples especialidades del ciudadano español. Una alemana que lleva veinticuatro años en Cataluña sostiene que, al principio, cuando ignoraba que la impuntualidad es un deporte en el que España ganaría todas las medallas, se pasaba la vida esperando a gente que a veces tardaba horas en llegar. Lo malo es que, mientras esperaba, siempre imaginaba que tenía que haber ocurrido alguna horrible catástrofe: un accidente de coche, una rueda pinchada, una muerte repentina. Y, obviamente, la pobre lo pasaba fatal. Cuando la persona en cuestión aparecía por fin, sonriente, con aspecto de haber corrido mucho para llegar a la cita y balbuceando excusas de lo más peregrinas, la alemana no podía por menos de quedarse boquiabierta, con todas sus células alemanas produciendo a toda velocidad un ataque de furia alemán. Para evitar estos furores, es preciso tomar un par de precauciones elementales. La primera de ellas consiste en no acudir jamás a las citas sin un buen libro, cuanto más largo mejor, un periódico o una revista. La segunda, poner un límite al tiempo que uno está dispuesto a esperar y anunciarlo a los amigos que, de ese modo, seguirán llegando tarde, pero, por ejemplo, sólo media hora.
Otro punto de fricción es el volumen de la voz. Como buenos meridionales, los españoles tienden a proyectar generosamente la voz al hablar, y así medio mundo se entera de sus conversaciones. Si a un español le parece que los alemanes se expresan entre susurros, los alemanes no pueden por menos de pensar que los españoles se pasan el día chillando y que el ruido que se produce en los bares y restaurantes de por aquí raya a veces en lo insoportable. De modo que si el ciudadano alemán que viene a vivir a España desea evitar que le hagan repetir cien veces seguidas cada frase (porque todo el mundo está un poco sordo), tendrá que adaptarse y aprender a hablar un poco más alto o quedarse callado. Y otra cosa: si todo el mundo lo interrumpe continuamente cuando habla, no debe usted deprimirse pensando que la gente lo encuentra aburrido y poco ingenioso. Tampoco debe pensar que los españoles son unos maleducados y unos groseros. Pero la realidad es ésa: España es una nación de alegres interruptores de frases que se ponen a hablar aunque alguien esté contando algo. En ocasiones incluso te dan manotazos para que te calles y los escuches a ellos. Habrá quien diga que semejante comportamiento tiene una base lingüística, pues así como en alemán el verbo no aparece hasta el final de la frase (con lo que la mayor carga informativa de cualquier mensaje se sitúa al final), en español el verbo viene casi siempre al principio de la frase. De ahí que los españoles logren entenderse a pesar de tantas interrupciones, pues una vez que conocen el verbo, no es difícil hacerse una idea cabal de lo que vendrá a continuación.
Hablando de hábitos lingüísticos, uno de los más desconcertantes para un alemán es el empleo que hacen los españoles de las palabrotas, también llamadas tacos. Lo cierto es que el taco no tiene el mismo valor semántico en Alemania que en España. Si en Alemania llamar mentiroso a alguien ya es un insulto intolerable, en España la gente se insulta de forma habitual y luego todos siguen siendo tan amigos, pues, según el contexto, el insulto puede ser una simple muletilla. De modo que si está usted en un bar junto a un grupo de amigos y de pronto oye que uno le dice a otro: “Pero qué hijo de puta eres” o “menudo cabronazo estás hecho”, no se preocupe: en ese contexto el insulto no sólo no es una señal de que esas dos personas van a enzarzarse en una violenta pelea, sino que probablemente se trata de una expresión de cariño entre dos amigos que se adoran y son incapaces de hacerse daño el uno al otro. Así, por ejemplo, la misma ciudadana alemana que se quejaba de la impuntualidad de los españoles cuenta que al principio de llegar a España vivió en un pueblecito de los Pirineos, en Cataluña, donde los hombres decían continuamente me cago en Déu (expresión catalana que significa me cago en Dios), tanto en situaciones de malestar como de alegría. Un día en que la alemana hacía de pastora y las vacas se le escaparon hacia la ermita, de repente salió el cura y le preguntó “Què fas aquí? (qué haces aquí), a lo que ella, que imitaba la forma de hablar de los lugareños sin saber lo que significaba, contestó: “Me cago en Déu, que se m’escapen” (me cago en Dios, que se me escapan), lo que dejó petrificado de horror al sacerdote no sólo por la blasfemia, sino porque aunque renegar y decir tacos era una costumbre frecuente entre los hombres, las mujeres no la practicaban jamás.
Es cierto que, en los últimos veinte años, España ha dejado de ser un país pobre, atrasado y pintoresco, donde, para desesperación de los alemanes, todo se hacía a última hora y de forma más o menos improvisada y delirante. Sin embargo, los alemanes todavía se llevan algunas sorpresas desagradables. Cuando se alquila un piso conviene saber que, con raras excepciones, el propietario no se ocupa demasiado de su cuidado y que, si el piso es antiguo, a menudo los cables de la luz cuelgan por todas partes. Tampoco es muy probable que el piso tenga calefacción, de modo que, acostumbrados a las casas perfectamente equipadas contra el frío, algunos alemanes tienen que venir a España para descubrir lo que es pasar frío de verdad. Eso por no mencionar el hecho de que si en el piso se rompe una tubería de principios del siglo pasado, en lugar de cambiar toda la instalación para prevenir problemas futuros, lo más probable es que el dueño sólo mande cambiar el trocito de tubería roto.
Que no se deje desanimar el lector por esta nutrida lista de posibles conflictos. Los españoles, sobre todo los del sur, siguen siendo alegres y vitales, como reza el tópico. Su alegría queda reflejada en la forma de consumir bebidas alcohólicas. A diferencia de los alemanes, que tienden a beber de forma más puntual y compulsiva, los españoles beben a todas horas. Puede que no se emborrachen, pero beben sin prisas y sin pausas; horas antes de las comidas, los bares ya están llenos de gente que toma el aperitivo. Y, por la mañana temprano, los camareros no paran de servir los famosos carajillos.
Por último, que los lectores acepten un último consejo: si vienen a España, nunca tomen el sol sin antes haberse untado con un buen protector solar. De lo contrario, seguirán inspirando miraditas burlonas y chistes muy españoles sobre los alemanes que se ponen rojos como una gamba.

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