domingo, 26 de noviembre de 2017

BESOS

No sé ustedes, pero yo me hago un lío con el fundamental asunto de los besos. Y no me refiero al romántico beso de amor entre dos enamorados, que ese lo tengo clarísimo, sino al beso como forma de saludo y de rito social, sujeto a unas pautas más o menos claras, que cambian según el lugar y la época en que se producen y la generación a la que cada cual pertenece.
         En mi generación, por lo pronto, y en el medio sociocultural en el que suelo moverme la mayor parte del tiempo, los chicos también se saludan entre ellos dándose un par de besos en la mejilla, mientras que los hombres de la edad de mi padre preferirían dejarse cortar a lonchitas finas, o ser sometidos a cualquier otra forma de refinada crueldad, antes que besar las mejillas de otro caballero, aunque estén bien afeitadas. Ellos se limitan a darse la mano con un apretón más o menos caluroso y tienen que contentarse con besar a las mujeres, no ya en la mano, pues ese tipo de saludo ha pasado ya a la historia, como las máquinas de escribir, la pluma de ganso y el corsé de ballenas, sino en las mejillas. Una vez, después de ver en un telediario a Breznev besándose en los labios con no recuerdo ya qué otro jefe de estado extranjero que se hallaba de visita oficial en la Unión Soviética, mi abuelo me confesó, todavía afectado por la chocante imagen, que se alegraba de ser un hombre humilde y anónimo, con una vida más o menos gris, sin poder y con un sueldo modesto, con tal de no tener que besar en los morros a Breznev ni, a decir verdad, a ningún otro caballero. Y lo cierto es que lo dijo con una sinceridad que me pareció desgarradora.

Sin haber pasado nunca por situaciones tan extremas, confieso que me he visto envuelta en no pocas escenas embarazosas, pues las modalidades de beso no sólo son harto variadas, sino que además, el número de besos cambia en función del lugar donde uno se encuentre. En España, por fortuna, aunque en las distintas comunidades hablemos lenguas  distintas, nos hemos puesto de acuerdo en el fundamental asunto del beso y damos siempre dos, uno en cada mejilla, no importa si estás en Galicia, en Castilla o en el desierto de Almería. En Francia, en cambio, la cosa es bastante más complicada, pues en algunas regiones el número de besos asciende hasta cuatro, quizá porque en el país del Amour en mayúsculas se tiende, por pura coherencia, a dedicar una atención suplementaria incluso al beso puramente social. El problema es que en ciertas regiones de Francia, el número de besos asciende tan sólo a tres (¿a quién se le ocurre dar un número impar de besos a sus semejantes?) y en otras únicamente a dos. De ahí que en Francia uno corra el peligro permanente de meter la pata y quedar como un idiota que jamás atina con el número correcto de besos. Me dirán que siempre cabe la posibilidad de tender prudentemente la mano al congénere de turno para evitar esos grotescos malentendidos en los que muchas veces acabas dándote por error un coscorrón o un beso en cualquier parte inconveniente de la cara. Pero estoy convencida de que las cosas distan de ser tan fáciles, pues si tiendes la mano a alguien a quien acaban de presentarte y que se disponía a darte un beso, o que incluso ha hecho ya ademán de ir a besarte, es posible que la persona en cuestión te considere un ser frío, estúpido y distante y ya nada de lo que luego puedas hacer o decir lo haga cambiar de opinión. ¿Cuántas relaciones que podrían haber sido cordiales y provechosas, cuando no directamente entusiastas o apasionadas, se habrán arruinado justo en los compases iniciales porque alguien cometió un fatídico error al elegir la forma de saludo? Así que ya saben: besar o no besar, he ahí la cuestión.

jueves, 12 de octubre de 2017

COSAS QUE YA NO EXISTEN

La España contemporánea no podría ser más distinta de la que yo conocí en mi lejana infancia, allá por los pintorescos años sesenta y setenta. Tanto es así que hay cosas que sencillamente han desaparecido del mapa para siempre jamás.
Una de las cosas que más añoro son los gorros de baño que usaban cuando yo era pequeña las mujeres de cierta edad para bañarse en el mar o en la piscina, porque llevaban peinados primorosamente crepados, obras maestras de la ingeniería capilar, y por nada del mundo habrían sumergido el pelo en el mar. Nada que ver con los funcionales gorritos que se ponen los nadadores de competición. Aquellos gorros de goma de mi infancia eran el equivalente de los sombreros de la reina de Inglaterra, pues estaban cubiertos de todo tipo de complicados adornos, generalmente florales, aunque vistos desde lejos también tenían algo de casco de guerrero. Una tía abuela mía tenía varios modelos, a cual más espantoso, aunque ella se creía una reina de la elegancia cada vez que se metía en el mar, con su cabeza embutida en uno de aquellos impresionantes artefactos. A mí también me encantaban aquellos gorros, y me los encasquetaba siempre que quería sentirme mayor e imitar a los adultos. Ahora daría lo que fuera por encontrar uno y ponérmelo en alguna playa abarrotada cuando tenga ganas de no pasar desapercibida pero, lamentablemente, no los he encontrado ni en los mercadillos de segunda mano.
Otro de los animales en vías de extinción son las fajas de cuerpo entero, por lo general de ese espantoso color llamado «carne», aunque por suerte ningún ser humano tiene esa tonalidad de piel. Pese a que recuerdan un instrumento de tortura, las mujeres de la época, con mi madre a la cabeza, no dudaban en embutirse en ellas, lo que implicaba comprimir cruelmente sus carnes para lucir mejor tipo. Popularmente se las conocía como «frenapasiones», pues no sólo eran de una fealdad estremecedora, sino que ponérselas y, sobre todo, quitárselas era una tarea larga y heroica que podía desanimar al amante más apasionado. El día en que, hace unos años, vi que mi madre ya no usaba faja en su vida cotidiana, comprendí, no sin cierta tristeza, que yo ya había ingresado en las filas de las mujeres con pasado.
Lo que casi nadie echa en falta es el luto. La costumbre de que toda la familia vistiera de negro durante años cuando un miembro de ella fallecía era toda una institución. Y también una tragedia para las mujeres jóvenes de la familia enlutada, que no sólo debían vestir de riguroso negro, sino que no podían asistir a fiestas ni entregarse a frivolidades como dejarse cortejar por un admirador, de modo que sus vidas, tal y como lo refleja Federico García Lorca en La casa de Bernarda Alba, quedaban en suspenso. De ahí que la generación de mi madre no pueda entender como a sus hijos nos gusta tanto vestirnos de negro.
Claro que a veces el pasado hace de las suyas. Me hallaba yo hace unos años en Madrid, deambulando tranquilamente por el paseo de la Castellana, cuando de pronto, centenares de ovejas pasaron por allí con sus pastores (como en la soberbia foto publicada en el número de Ecos de septiembre) y convirtieron el paisaje urbano en algo absolutamente surrealista, con música ensordecedora de cencerros y balidos. Yo ignoraba que, en la fiesta de la trashumancia, que recuerda la época de las cañadas reales, que eran vías reservadas al paso del ganado, las ovejas recorren masivamente las calles de la capital, como una regurgitación de ese pasado que creíamos muerto y enterrado, pero que a veces regresa, como un fantasma juguetón, para dejarnos pasmados y con la boca abierta de pura y deliciosa perplejidad.



Mercedes Abad    

jueves, 28 de septiembre de 2017

RENIEGOS

Ian Gibson, conocido hispanista de origen irlandés que reside desde hace años en España y nos conoce mejor que nosotros mismos, dijo el otro día en la radio que no hay reniegos como los españoles. Luego contó que se quedó perplejo la primera vez que oyó exclamar a alguien: «Me cago en la hostia de canto». «Por qué de canto», preguntó pasmado. «Pues porque así se ensucia por los dos lados», fue la respuesta que obtuvo.
            Yo creo que Gibson tiene más razón que un santo. Si pienso en mi infancia, no tengo más remedio que admitir que los españoles somos muy mal hablados y sin duda ganaríamos un campeonato mundial de reniegos. Mi abuelo paterno, un hombre que por otra parte iba a misa casi todas las semanas, soltaba unas blasfemias que me dejaban sin habla. En mi recuerdo, su favorita era: «Me cago en el gran copón», aunque mi hermano sostiene que lo que decía era: «Me cago en el copón bendito». En cualquier caso, parece que, de pequeña, yo andaba muy preocupada con este asunto y que un día la familia estalló en risotadas cuando yo pregunté: «Mamá, ¿y quién va a limpiar el gran copón?»
            Mi padre heredó de mi abuelo la tendencia al reniego. Cada vez que se irritaba, el santoral recibía nuevas y expresivas andanadas. San Cristóbal, antaño patrón de los camioneros y ahora de todos los conductores, era una de sus víctimas favoritas, ignoro por qué misteriosas razones. Pero el reniego que con mayor frecuencia decía cuando se enfadaba era: «Me cago en la leche». Tanto es así que, fatalmente, llegó el trágico día en que una de mis sobrinas, que aún  no tendría ni dos años pero que, para gran regocijo mío, ya hablaba casi sin errores la lengua castellana, empezó a soltarlo a todas horas, tan encantada con su adquisición lingüística como si se tratara de un juguete nuevo que hay que enseñar a todas las visitas. Cuando mi madre se dio cuenta, puso el grito en el cielo. Y, por supuesto, tomó rápidas e ingeniosas medidas, como un jefe de estado ante una emergencia: convenció a la niña, con un buen lavado de cerebro, de que había oído mal las palabras del abuelito, y que lo que éste en realidad decía era: «Me acabo la leche». Mi madre tuvo éxito con la niña, que aún estaba en la edad de la credulidad pero, durante una buena temporada, en mi familia nos pasamos la vida exclamando a menudo entre risitas y miraditas de complicidad: «¡Me acabo la leche!», lo que hacía que nuestros conocidos pensaran que estábamos mucho más chalados de lo que en realidad estamos.

Una amiga alemana, que como Gibson vive en España desde hace siglos, me contó que, cuando llegó al pueblecito de los Pirineos catalanes donde residió algún tiempo, le sorprendió la forma de saludarse de la gente. «¡Hijo de puta!», le dijo un hombre a otro al encontrarse en el bar. Mi amiga se apartó de ellos inmediatamente, porque, según contó, en Alemania, cuando alguien dice algo así, le parten la cara, de modo que ella pensó que aquello era el principio de una pelea en la que volarían los vasos, las sillas y las bofetadas. Sin embargo, para su gran sorpresa, los dos hombres se dieron un abrazo y se pusieron a charlar tan tranquilos. Mi amiga aún no sabía que, además de renegar, los españoles a veces insultamos como forma de de demostrar un profundo cariño.

BENDITO GPS

Permítanme embarcarme en un recuerdo infantil. Mis padres no solían discutir delante de nosotros, sus tiernos retoños. Pero había una excepción. Cuando los domingos íbamos de excursión, nunca se ponían de acuerdo en la dirección que debíamos seguir para alcanzar nuestro destino y entonces empezaba indefectiblemente la gran discusión conyugal. Así, por ejemplo, al llegar a determinado cruce, si mi madre decía que había que tomar a la izquierda, mi padre decía que ni hablar y giraba a la derecha o seguía recto y a mi madre le daba muchísima rabia. Y, cuando nos perdíamos, cosa que sucedía con perversa frecuencia, empezaba el festival de amargos reproches. «¿Ves?, ya te lo he dicho; ¿por qué nunca me haces caso? Por tu culpa siempre nos perdemos y venga a dar vueltas como tontos». La fase de mutuos reproches no duraba mucho, pero lo que venía después era casi peor porque entonces viajábamos en medio de un malhumorado silencio que estropeaba buena parte del placer de la excursión dominical. Y, además, en aquel estado de ánimo mis padres nos pegaban la bronca por cualquier cosa. De modo que, cuando llegábamos, los únicos hartos no eran mis padres, sino también nosotros. Después de dar vueltas y más vueltas, perdidos y con las eternas discusiones acerca de si había que ir a la derecha o a la izquierda, con mi madre que siempre quería preguntar la dirección a algún transeúnte y mi padre que se negaba a preguntar, nunca he entendido por qué, y los largos silencios hostiles, los niños llegábamos fatigados, sedientos, hambrientos y con unas ganas horribles de hacer pipí de una vez.
            Supongo que fue entonces cuando me juré a mí misma que jamás discutiría con el hombre de mis sueños por tonterías de ese tipo. En la vida no siempre es fácil saber lo que uno quiere. En cambio, casi todo el mundo tiene muy claro qué es lo que no quiere. Sin embargo, me avergüenza confesar que no cumplí mi promesa. A mi marido y a mí nos encanta viajar, pero llegar en coche a una ciudad desconocida  siempre ha sido un momento de gran peligro y tensión, capaz de poner a prueba el amor más incondicional y al enamorado más apacible y paciente. «Por aquí». «No, por allá». «Pero, ¿qué dices?, ¿no ves que es por allí?». «¡Pero si acabo de ver un cartel que dice que es por allá!» «¡Pues habérmelo dicho antes, caramba!». Entre la discusión y el estrés del tráfico, siempre conseguíamos llegar al hotel medio peleados y enfurruñados y casi arrepentidos de haber dejado el hogar, dulce hogar. Y tardábamos un buen rato en volver a disfrutar del placer del viaje.
            Pero eso fue hasta la invención del GPS, que son las siglas con las que se conoce el sistema de posicionamiento global inventado para el Departamento de Defensa de los Estados Unidos por Getting y Parkinson, dos científicos que destacaron durante la guerra fría y a quienes todas las parejas deberíamos hacerles un monumento en señal de eterno agradecimiento, pues pocos seres humanos hay en este valle de lágrimas y amargas discusiones que hayan hecho tanto por la paz conyugal y la felicidad de los viajeros. No sólo ya no nos perdemos, en auto o a pie, ni discutimos por la dirección correcta, ni llegamos enfadados a nuestro destino sino que, guiados por la voz suavemente autoritaria del GPS, que tiene algo de niñera de adultos, ya no tenemos que estropearnos la poca vista que nos queda buscando calles y carreteras en los mapas, con lupa y a la luz de las farolas o de los faros del coche.