Acabo de pasar media hora en una nevera y
estoy en condiciones de afirmar que sé perfectamente lo que sienten en lo más
profundo de sus almas un tomate o una coliflor cuando los metemos en el
frigorífico: un frío horroroso, mortal, una glaciación de los sentidos y del
pensamiento. De hecho, aún estoy ligeramente congelada y eso dificulta el
movimiento de mis dedos sobre el teclado del ordenador. Eso sin mencionar el
ruido que me rodea, pues por culpa del frío los dientes todavía me castañetean
de modo incontrolable.
Se preguntarán ustedes si
por fin he perdido los últimos milígramos que me quedaban de cordura. Pero no,
no teman. Todavía no. Todavía espero aguantar unos añitos antes de que me
pongan la camisa de fuerza y se me lleven a rastras al manicomio. Lo que ocurre
es que, así como Alemania está preparada para combatir el frío y todos los
edificios cuentan con eficaces sistemas de calefacción que los tienen a ustedes
calentitos durante el largo invierno, en España sucede todo lo contrario. Aquí el
enemigo público número uno es el calor y todo está preparado para combatirlo.
De ahí que muchos espacios públicos tengan refrigeración, algo que en teoría
resultaría de lo más agradable de no ser porque, en la práctica, el ciudadano,
pacífico, honrado y buen pagador de sus impuestos, corre el peligro de morir
congelado en el metro o, como me ha sucedido a mí hace un rato, en el autobús.
De hecho, estoy convencida
de que ustedes, alemanes, no sabrán lo que es pasar frío de verdad hasta que se
vengan por aquí en verano, otoño o primavera, cuando la temperatura en la calle
es más o menos cálida. Después de todo, en invierno ustedes no sólo cuentan con
estufas muy competentes para protegerse de las bajas temperaturas, sino que
acostumbran a llevar prendas de abrigo. A nosotros, en cambio, el frío nos
pilla no exactamente como nuestra dulce madre nos trajo al mundo pero casi.
Cuando en el mundo exterior hace calor vamos por ahí semidesnudos, con las
ropas más ligeras y escotadas que encontramos en el armario: vestidos livianos,
camisetas sin mangas y pantalones cortos. Y, craso error, antes de salir de
casa casi nunca se nos ocurre coger una chaqueta o un jersey para protegernos
de la excesiva refrigeración que hay en ciertos lugares, como si en vez de
vivir en una época donde la tecnología es capaz de contrariar la naturaleza e
invertir el clima, todavía anduviéramos treinta o cuarenta años atrás.
Y es que la realidad
cambia mucho más deprisa que nuestra mentalidad. Nos creemos modernos porque
llevamos un teléfono móvil en el bolsillo y un coche de última generación. Pero la verdad es que la tecnología nos deja
enseguida atrás, anticuados de pensamiento y de funcionamiento, sin asimilar
realmente algunos de los grandes cambios que afectan a nuestra vida cotidiana.
Por eso, hace un rato, en el autobús, la mayor parte de la gente iba ligera de
ropa, se moría de frío por culpa de la potencia del aire acondicionado y
añoraba una buena chaqueta que echarse encima. Lo único positivo de esta gélida
experiencia es que, de pronto, todo el mundo intimaba con sus vecinos y que la
gente se reía un montón hablando... ¡del frío!
Pero no crean que los
transportes públicos sean los únicos lugares donde uno puede congelarse cuando
hace calor. Los lugares donde yo he pasado más frío son los restaurantes. Y no
sólo en España, sino en Marruecos, en Túnez y en Egipto. Cuanto más lujoso es
el restaurante, mayor suele ser la potencia del aire acondicionado y mayor la
congelación del aguerrido usuario. Hace unos días, sir ir más lejos, entré con
varios amigos a un restaurante donde hacía un frío espantoso. Educadamente le
preguntamos al camarero si no podía bajar un poco la refrigeración. El camarero
nos respondió, también muy educadamente, que eso era absolutamente imposible,
pues si lo hacía la gente no tardaría en quejarse de calor. Y, en efecto, en
lugar de bajar la refrigeración, nos trajo unos ponchos de lana para que nos
abrigásemos, en lo que constituye una prueba más de que el absurdo gana terreno
día a día, centímetro a centímetro.
Así que ya saben. Si
vienen a España cuando el clima es cálido, no olviden traerse algo de abrigo y
llevarlo siempre encima. En cuanto a mí, ahora mismo empiezo a montar un
negocio de alquiler de abrigos en metros, autobuses y restaurantes que por fin
hará de mí una multimillonaria.
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