Hace unos años vi salir de sus coches a dos señores
de aspecto respetable, con trajes y corbatas. Estaban muy alterados y empezaron
a soltarse todo el repertorio clásico de insultos de la lengua castellana, que
no es precisamente escaso. Ignoro cuál era el origen de su enfrentamiento,
probablemente alguna maniobra indebida con el coche. O quizá uno le había
robado al otro el aparcamiento, no lo sé. La cuestión es que, cinco minutos
después, agotada el arma de la humillación verbal, los dos estaban rodando por
el suelo, enzarzados en una impresionante pelea a puñetazo limpio, y los
transeúntes tardaron muchísimo en poder separarlos.
Afortunadamente,
no todos los conflictos humanos acaban a puñetazo limpio. Las mujeres, por
ejemplo, no solemos repartir puñetazos, aunque a veces acabamos arrancándonos
los pelos y clavándonos las uñas, las llevemos pintadas o no con el color de
moda de la temporada. Lo que sí hacemos todos a la menor provocación, al menos
en España, es recurrir al insulto. Sin embargo, así como las modas en el vestir
van cambiando cada temporada, y así como las artes, la arquitectura y el diseño
evolucionan y crean cosas nuevas y sorprendentes, los insultos que por aquí
usamos son casi los mismos que se usaban hace un montón de años. Básicamente,
la cosa consiste en poner en duda la honradez de las mujeres (sobre todo, la de
la madre) y la condición sexual de los varones. Es decir, por si no han pillado
mis sutiles insinuaciones: puta, hijo de puta, cabrón, maricón y vete a tomar
por el culo, que son los clásicos indiscutibles del insulto, tanto callejero
como en los medios de comunicación.
La
verdad es que con esos insultos tan convencionales, mediocres, feos y faltos de
imaginación, no me extraña que acabemos pegándonos bofetadas. Me pregunto lo
que ocurriría, en cambio, si todos nos esforzáramos por inventar insultos
refinados y exclusivos, insultos bonitos y creativos, como de alta costura,
para cada una de las personas que, en distintas situaciones, provocan nuestra
ira y nos sacan de quicio. Yo, últimamente, he llevado a cabo cierta labor
arqueológica y resucito insultos antiguos que, por su extrema rareza, dejan a
mis contrincantes absolutamente perplejos, lo que equivale a dejarlos fuera de
combate: cenutrio, zote, zangolotino, piltrafa y monigote son algunos de mis
favoritos, aunque confieso que a veces también invento palabras, como kudurru o
asdrúbilo. Créanme: ver la cara que pone la gente cuando les dices alguna de
estas cosas es una experiencia francamente embriagadora. Dudo que se precipiten
a buscar en algún diccionario, pero se quedan atontados, y tú ganas netamente
de forma refinada y elegante, sin perder los papeles. Encima, en lugar de
ponerte de un humor de perros, te vas alegre y contento.
Otra
manera de afrontar esas pequeñas y estúpidas peleas en las que nos enzarzamos
con nuestros semejantes por cualquier tontería, porque no han respetado su
turno en una cola o porque nos han adelantado de mala manera cuando íbamos al
volante de nuestro flamante BMW, es el inteligente método que al parecer
aplicaba Winston Churchill. “A menudo me he tenido que comer mis palabras”,
dijo una vez el prohombre, “y he descubierto que es una dieta equilibrada”.
Permítanme
que trate de perfeccionar este genial método para vencer con nuestra calma
imperturbable todas las peleas. Si además de tragarnos los insultos que acuden
a nuestra mente, nos esforzamos por sonreír mientras el otro, fuera de sí, nos
insulta, también ganamos el combate porque el otro no tarda en sentirse
ridículo y en encogerse tres tallas de golpe. Y si uno se siente con humor,
incluso puede alejarse lanzándole al otro un sonriente beso al aire como
triunfal despedida.
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