No
sé ustedes, pero yo me hago un lío con el fundamental asunto de los besos. Y no
me refiero al romántico beso de amor entre dos enamorados, que ese lo tengo
clarísimo, sino al beso como forma de saludo y de rito social, sujeto a unas
pautas más o menos claras, que cambian según el lugar y la época en que se
producen y la generación a la que cada cual pertenece.
En mi generación, por lo pronto, y en
el medio sociocultural en el que suelo moverme la mayor parte del tiempo, los
chicos también se saludan entre ellos dándose un par de besos en la mejilla,
mientras que los hombres de la edad de mi padre preferirían dejarse cortar a
lonchitas finas, o ser sometidos a cualquier otra forma de refinada crueldad,
antes que besar las mejillas de otro caballero, aunque estén bien afeitadas. Ellos
se limitan a darse la mano con un apretón más o menos caluroso y tienen que
contentarse con besar a las mujeres, no ya en la mano, pues ese tipo de saludo
ha pasado ya a la historia, como las máquinas de escribir, la pluma de ganso y
el corsé de ballenas, sino en las mejillas. Una vez, después de ver en un
telediario a Breznev besándose en los labios con no recuerdo ya qué otro jefe
de estado extranjero que se hallaba de visita oficial en la Unión Soviética, mi
abuelo me confesó, todavía afectado por la chocante imagen, que se alegraba de
ser un hombre humilde y anónimo, con una vida más o menos gris, sin poder y con
un sueldo modesto, con tal de no tener que besar en los morros a Breznev ni, a
decir verdad, a ningún otro caballero. Y lo cierto es que lo dijo con una
sinceridad que me pareció desgarradora.
Sin haber pasado nunca por situaciones tan extremas,
confieso que me he visto envuelta en no pocas escenas embarazosas, pues las
modalidades de beso no sólo son harto variadas, sino que además, el número de
besos cambia en función del lugar donde uno se encuentre. En España, por
fortuna, aunque en las distintas comunidades hablemos lenguas distintas, nos hemos puesto de acuerdo en el
fundamental asunto del beso y damos siempre dos, uno en cada mejilla, no
importa si estás en Galicia, en Castilla o en el desierto de Almería. En
Francia, en cambio, la cosa es bastante más complicada, pues en algunas
regiones el número de besos asciende hasta cuatro, quizá porque en el país del Amour en mayúsculas se tiende, por pura
coherencia, a dedicar una atención suplementaria incluso al beso puramente
social. El problema es que en ciertas regiones de Francia, el número de besos
asciende tan sólo a tres (¿a quién se le ocurre dar un número impar de besos a
sus semejantes?) y en otras únicamente a dos. De ahí que en Francia uno corra
el peligro permanente de meter la pata y quedar como un idiota que jamás atina
con el número correcto de besos. Me dirán que siempre cabe la posibilidad de tender
prudentemente la mano al congénere de turno para evitar esos grotescos
malentendidos en los que muchas veces acabas dándote por error un coscorrón o
un beso en cualquier parte inconveniente de la cara. Pero estoy convencida de
que las cosas distan de ser tan fáciles, pues si tiendes la mano a alguien a
quien acaban de presentarte y que se disponía a darte un beso, o que incluso ha
hecho ya ademán de ir a besarte, es posible que la persona en cuestión te
considere un ser frío, estúpido y distante y ya nada de lo que luego puedas
hacer o decir lo haga cambiar de opinión. ¿Cuántas relaciones que podrían haber
sido cordiales y provechosas, cuando no directamente entusiastas o apasionadas,
se habrán arruinado justo en los compases iniciales porque alguien cometió un
fatídico error al elegir la forma de saludo? Así que ya saben: besar o no
besar, he ahí la cuestión.
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