La España contemporánea no podría
ser más distinta de la que yo conocí en mi lejana infancia, allá por los pintorescos
años sesenta y setenta. Tanto es así que hay cosas que sencillamente han
desaparecido del mapa para siempre jamás.
Una de las cosas que más añoro
son los gorros de baño que usaban cuando yo era pequeña las mujeres de cierta
edad para bañarse en el mar o en la piscina, porque llevaban peinados primorosamente
crepados, obras maestras de la ingeniería capilar, y por nada del mundo habrían
sumergido el pelo en el mar. Nada que ver con los funcionales gorritos que se
ponen los nadadores de competición. Aquellos gorros de goma de mi infancia eran
el equivalente de los sombreros de la reina de Inglaterra, pues estaban
cubiertos de todo tipo de complicados adornos, generalmente florales, aunque
vistos desde lejos también tenían algo de casco de guerrero. Una tía abuela mía
tenía varios modelos, a cual más espantoso, aunque ella se creía una reina de
la elegancia cada vez que se metía en el mar, con su cabeza embutida en uno de
aquellos impresionantes artefactos. A mí también me encantaban aquellos gorros,
y me los encasquetaba siempre que quería sentirme mayor e imitar a los adultos.
Ahora daría lo que fuera por encontrar uno y ponérmelo en alguna playa
abarrotada cuando tenga ganas de no pasar desapercibida pero, lamentablemente,
no los he encontrado ni en los mercadillos de segunda mano.
Otro de los animales en vías de
extinción son las fajas de cuerpo entero, por lo general de ese espantoso color
llamado «carne», aunque por suerte ningún ser humano tiene esa tonalidad de
piel. Pese a que recuerdan un instrumento de tortura, las mujeres de la época,
con mi madre a la cabeza, no dudaban en embutirse en ellas, lo que implicaba
comprimir cruelmente sus carnes para lucir mejor tipo. Popularmente se las
conocía como «frenapasiones», pues no sólo eran de una fealdad estremecedora,
sino que ponérselas y, sobre todo, quitárselas era una tarea larga y heroica
que podía desanimar al amante más apasionado. El día en que, hace unos años, vi
que mi madre ya no usaba faja en su vida cotidiana, comprendí, no sin cierta
tristeza, que yo ya había ingresado en las filas de las mujeres con pasado.
Lo que casi nadie echa en falta
es el luto. La costumbre de que toda la familia vistiera de negro durante años
cuando un miembro de ella fallecía era toda una institución. Y también una
tragedia para las mujeres jóvenes de la familia enlutada, que no sólo debían
vestir de riguroso negro, sino que no podían asistir a fiestas ni entregarse a
frivolidades como dejarse cortejar por un admirador, de modo que sus vidas, tal
y como lo refleja Federico García Lorca en La
casa de Bernarda Alba, quedaban en suspenso. De ahí que la generación de mi
madre no pueda entender como a sus hijos nos gusta tanto vestirnos de negro.
Claro que a veces el pasado hace
de las suyas. Me hallaba yo hace unos años en Madrid, deambulando
tranquilamente por el paseo de la Castellana, cuando de pronto, centenares de
ovejas pasaron por allí con sus pastores (como en la soberbia foto publicada en
el número de Ecos de septiembre) y convirtieron el paisaje urbano en algo
absolutamente surrealista, con música ensordecedora de cencerros y balidos. Yo
ignoraba que, en la fiesta de la trashumancia, que recuerda la época de las
cañadas reales, que eran vías reservadas al paso del ganado, las ovejas
recorren masivamente las calles de la capital, como una regurgitación de ese
pasado que creíamos muerto y enterrado, pero que a veces regresa, como un
fantasma juguetón, para dejarnos pasmados y con la boca abierta de pura y
deliciosa perplejidad.
Mercedes
Abad