Cada verano sucede lo mismo. Cuando las playas españolas se llenan de
honestos ciudadanos que pretenden tumbarse a la bartola tras un año de duro
trabajo, la vieja trifulca entre los partidarios del nudismo y los amantes del
traje de baño estalla de nuevo. Los nudistas defienden su derecho a tomar el
sol y bañarse en pelotas sin que nadie los insulte y sin tener que aguantar la
presencia de molestos mirones. En cambio, los que prefieren seguir dando
beneficios a la industria textil a menudo se sienten agredidos por un colectivo
que juzgan indecente y antihigiénico y a quien tal vez en el fondo envidian
porque consiguen un estupendo bronceado integral, sin las antiestéticas marcas
del bañador. Y aunque las autoridades competentes han autorizado a practicar el
nudismo en algunas playas, tanto los nudistas como los que no se quitarían el
bañador ni para hacerle un torniquete a su madre tienen tendencia a salirse de
sus respectivas zonas.
La culpa, como siempre,
la tienen Adán y Eva. Si al ser expulsados del paraíso no hubieran tenido la
desafortunada ocurrencia de taparse con la famosa hoja de parra a la que sin
duda podemos considerar la antepasada lejana del prêt-à-porter y la alta costura, ahora todos iríamos tal y como vinimos
al mundo. De ser así, sería imposible deducir la clase social de alguien por su
indumentaria. Tampoco las modelos acomplejarían al resto de las mortales como
sucede cuando las vemos desfilar con vestidos de ensueño. En cuanto a los demás,
ahorraríamos todo lo que nos gastamos en vestuario y por fin podríamos cumplir
nuestro sueño de contratar un plan de jubilación. Pero lo más importante de
todo es que por fin en las playas españolas reinaría la paz social.
Para acabar de aderezar
la polémica nuestra de cada año, el ayuntamiento de Barcelona decidió hace poco
tomar cartas en el asunto. De ahora en adelante, si de pronto un individuo
decide salir a la calle con el mismo modelito con que Adán correteaba alegremente
por el jardín del Edén antes de comer la famosa manzana, o si de pronto a
alguien se le ocurre bajarse los pantalones y enseñarle al mundo el trasero en
señal de protesta, no sólo la policía no podrá detenerlo, sino que, si algún
otro ciudadano lo maltratase, el nudista tendría tanto derecho como una novia
vestida de blanco a que las fuerzas del orden lo protegieran.
La verdad es que si, en
ciertas circunstancias, ir desnudo representa un sueño dorado de libertad y
placer, como cuando uno se zambulle en el mar a medianoche bajo la luz de las
estrellas en una playa apartada, en otros momentos es una de las cosas más
horrorosas que podrían sucederle a uno. ¿Quién no ha tenido alguna vez una de
esas espantosas pesadillas en las que, de pronto, se halla terriblemente
angustiado, pues por algún motivo ajeno
a su voluntad está desnudo en algún espacio público en medio de una muchedumbre
de personas vestidas?
Lo que está claro es que
la persona vestida y la desnuda representan dos conceptos antagónicos que se
hallan en la base misma de nuestra cultura. Si para los griegos el desnudo era
hermoso y a través de él los artistas alcanzaban un ideal estético, el
cristianismo tiende a ocultar y castigar el cuerpo, al que considera un mero
envoltorio, bastante pecaminoso, del alma inmortal. De ahí que no sólo el
desnudo no vuelva a utilizarse en arte hasta muchos años después, sino que
incluso la higiénica costumbre de bañarse de romanos y árabes se pierda durante
muchos siglos. Del mismo modo, el civilizado siglo de las luces, que preconiza
un mundo organizado por la Razón y la Ciencia y regido por el pacto social y
los derechos humanos, es también paradójicamente el que alumbra el mito del
buen salvaje y del regreso a un hombre natural, antepasado del ecologista de
hoy cuyo sueño es librarse de los efectos perversos de la civilización y el progreso.
A ese retrato
contradictorio nos parecemos nosotros: gentes capaces de castigarse el cuerpo
con dietas alimenticias para acercarse a un ideal estético. Gentes capaces de
practicar el nudismo en una playa mientras hablan del modelito de fibra
sintética que acaban de comprarse.