El otro día, en el céntrico y ruidoso barrio donde vivo se produjo un
silencio tan misterioso y anómalo que, en lugar de felicitarme por mi buena
suerte y seguir leyendo, salí al balcón a ver si se había producido un
holocausto nuclear y por casualidad yo era la única superviviente.
Quizá algún lector
pensará que exagero, pero no. Esa misma mañana, el club de amigos del tambor
que tiene su domicilio dos puertas más allá de mi casa había estado ensayando,
como casi todos los fines de semana, de modo que durante un par de horas yo no
sólo no había podido leer, escribir o, sencillamente pensar, sino que incluso
me resultaba difícil hablar por teléfono.
Pero aunque los amigos del tambor descansen, en mi
barrio siempre hay ruidos para todos los gustos. Cuando los tambores callan,
las bocinas de los coches atascados amenazan mi cordura y agitan mis instintos
asesinos. A veces he acariciado muy seriamente la posibilidad de tirarles
tomates o incluso algo más duro y letal a los coches, pero me disuade el hecho
de tener la absoluta certeza de que en mi país la propiedad privada (y un coche
es una propiedad privada) es mucho más importante que el derecho al silencio de
los ciudadanos y que la ley antes protegería a un tipo con el coche abollado
que a una ciudadana a punto de volverse loca por culpa de los conductores que
tocan la bocina.
Pero cuando los tambores y los coches se callan
tampoco significa necesariamente que vaya a producirse el deseado silencio,
porque en mi barrio las calles son estrechas y lo normal es que uno oiga tres o
cuatro músicas distintas compitiendo entre sí. Sin embargo, incluso en el
supuesto de que esas músicas enmudecieran, quedarían las conversaciones a
gritos que sin cesar tienen lugar bajo mis balcones.
Por eso, al oír el profundo silencio que había la otra
tarde pensé que había llegado el fin del mundo. La verdad es que me sorprendió un
poco que las Autoridades Divinas me hubieran considerado digna de sobrevivir al
Juicio Final precisamente a mí. Y, en efecto, cuando salí al balcón, el
panorama que me saludó era de lo más atípico. No sólo no había coches
circulando por la calle, sino que, por no haber, ni siquiera se veía un alma
por parte alguna. Como, encima, había hecho un día de sol espléndido y la
temperatura en esos momentos debía de rondar los veinte grados, es decir, el
tipo de clima que empuja a todo el mundo a salir a la calle, me dije que por
fuerza tenía que haber gato encerrado. Y el silencio, cada vez más misterioso,
no cesaba. Me pregunté dónde estarían los niños que suelen jugar a la pelota en
la calle todas las tardes de domingo. ¿Se habían puesto de acuerdo para
quedarse en casa haciendo los deberes?
Estaba preguntándome ya si no me había vuelto sorda
por culpa de los frecuentes ensayos de los amigos del tambor cuando, después de
un silencio palpable y lleno de tensión, la ciudad entera pareció estallar en
un repentino clamor. Aunque no entendí lo que gritaban mis enloquecidos
vecinos, en el acto comprendí que el Barça acababa de meter un gol. Por
supuesto, eso lo explicaba todo. Ni yo estaba sorda, ni las Autoridades Divinas
habían decidido que ya era hora de intervenir en este mundo loco ni el resto de
la humanidad había decidido ponerse a leer un libro precisamente esa tarde. La
explicación era incluso bastante sencilla: el Barça se jugaba el campeonato y
toda la ciudad contenía el aliento frente al televisor, pues el fútbol es lo
único capaz de enmudecer y hacer gritar al mismo tiempo a un millón de
personas.
El griterío me dio un poco de envidia, la verdad. Porque,
ese mismo día, yo había hecho una paella espléndida y también me habría
merecido una buena ovación. Así que tomé una decisión, preparé mi grabadora y
me quedé al acecho, junto al balcón, mientras la ciudad volvía a hundirse en un
profundo silencio. Y, en efecto, cinco minutos después volvía a estallar un
nuevo clamor, más fuerte si cabe que el primero. Era el segundo gol, por
supuesto. Con rápidos reflejos, salí al balcón y grabé la ovación atronadora.
Así, la próxima vez que haga algo bien, me recompensaré a mí misma con unos
segundos de aplauso popular.