Hay gestos cotidianos que todos hemos repetido centenares de veces a lo
largo de nuestras vidas y que, sin embargo, conservan cierto hálito de misterio.
El aplauso, por ejemplo. ¿Quién sería y en qué situación se encontraría el
primero que palmeó sus manos para manifestar su alegría? Todos sabemos que los
griegos ya aplaudían para mostrar su aprobación a una obra de teatro y que el
emperador Nerón había llegado a contratar a 5000 personas para que aplaudieran
sus intervenciones públicas. Durante un tiempo, también en las iglesias
cristianas la congregación agitaba sus ropas para aclamar los sermones y, en
pleno siglo XX, los teatros aún contrataban personas que, repartidas
estratégicamente por la sala, aplaudían para animar al resto del público a unirse
a ellos. Pero, ¿aplaudían ya los mujeres y los niños de las cavernas para
mostrar su regocijo cuando los hombres cachas de la tribu aparecían con algún
animal recién cazado que aseguraba la subsistencia durante unos cuantos días?
¿O bien tan sólo empezaron a aplaudir después de probar el primer bocado del
nutritivo y suculento plato que la abuelita cocinaba con la pieza cazada? A mí
me gusta imaginar que quizá el primer aplauso, y la primera ovación, surgió
cuando algunos de los cazadores, el más dotado para la palabra o el más
histriónico, se animó a relatar después de la cena, en la sobremesa, la
emocionante cacería y cautivó a sus oyentes, que prorrumpieron en un aplauso
clamoroso.
Sea como fuere, no hay
más que ver a los bebés y los chimpancés dando alegres palmadas con absoluta
espontaneidad para darse cuenta de que el aplauso es una de nuestras costumbres
más primitivas y antiguas. Pero si aplaudir es una necesidad fundamental de
ciertos animales, el afán de que lo aplaudan a uno puede convertirse en un
deseo obsesivo que impulsa a algunos a cometer las mayores audacias y las
mayores locuras. ¿Qué no habrá hecho la humanidad para conseguir un poco de
aplauso? Yo sospecho, en realidad, que las más excelsas de nuestras creaciones
y nuestros más importantes descubrimientos tenían por objetivo último y a
menudo inconfesable, por obvio e infantil, escuchar ese ruido que quizá sea la
música más embriagadora de cuantas produce el universo. Ya lo decía Jaime Gil
de Biedma en su magistral poema No
volveré a ser joven: “Como todos los jóvenes/ yo vine a llevarme la vida
por delante/ Dejar huella quería/ y marcharme entre aplausos”.
En ese sentido, los
políticos, los músicos, los actores y algunos pilotos de aviación nos llevan la
ventaja al resto de los mortales, pues ellos son los únicos a quienes se
aplaude al término de su actuación. Los demás tenemos que contentarnos con
aplausos metafóricos. Claro que en España subsiste la costumbre de hacer
regalos a ciertos profesionales. Los médicos, por ejemplo, reciben por Navidad
montones de regalos, entre los cuales destaca el jamón, que es una versión
quizá más materialista y sabrosa del aplauso, pero que a diferencia de éste, no
sólo engorda el ego y la vanidad, sino también el cuerpo mortal, que luego debe
flagelarse con crueles dietas para recuperar la cintura.
Consolémonos pensando que
quienes disfrutan a menudo la embriaguez del aplauso también corren el peligro de
sufrir el abucheo, los silbidos de rechifla y el lanzamiento vejatorio de
objetos diversos, desde tomates a huevos pasando por los diferentes tipos de
hortalizas y frutas, sin olvidar el pastel de nata o de merengue o, más
recientemente, el lanzamiento de zapatos. Porque, como señala el dicho popular,
siempre nos quedará el derecho al pataleo.
Mercedes Abad
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