No sé ustedes, pero yo soy una optimista incurable. Y eso que llevo ya
en el planeta Tierra el tiempo suficiente como para no ser exactamente una
ilusa y haber aprendido un par de cositas. Sin embargo, cuando cada verano me
voy de vacaciones, en mis maletas viajan, entre jerseys y trajes de baño, cinco
o seis libros que pesan lo suyo y dificultan notablemente la operación de cerrar
las maletas. La mitad de esos libros suelen ser gruesos volúmenes, de
muchísimas páginas, que durante la temporada invernal he ido dejando de lado
por falta de tiempo y diciéndome, con enternecedora sinceridad: «Ya lo leeré en
verano».
Habida cuenta de la falta
de espacio y también, cómo no, de mi indecisión patológica, elegir los libros
que vendrán conmigo (lo que implica desechar docenas de candidatos que me
persiguen con sus miradas tiernas e implorantes) es siempre una operación
complicadísima y de vital importancia, que me pone tan nerviosa como si, en
lugar de marcharme tres o cuatro semanas, fuera por fin a instalarme de forma
definitiva en una isla desierta por el resto de mis días y sin acceso a
Internet.
Por un lado reclaman mi atención los Grandes Clásicos
que debería haber leído (y que probablemente alguna vez habré fingido haber
leído ya), pero aún no he leído. Por otro lado están las novedades de las que
todo el mundo habló durante la temporada, que quizá incluso suscitaron
apasionadas polémicas y a las que no tuve tiempo de asomarme. También están,
desde luego, los libros de más de seiscientas páginas que durante el curso me
dieron una pereza inmensa por su disuasiva longitud, pero que ahora vuelven a
tentarme desde los anaqueles. Y, por supuesto, también me hacen señales los
libros que más ganas tengo de leer al margen de los dictados de la moda o de mi
Conciencia de Culpa Cultural (en adelante C.C.C.). Total, que entre una cosa y
otra, decidirme es una experiencia horrorosa. Encima, suelo cambiar de opinión
en el último momento y, en lugar de la selección equilibrada y racional (un
Gran Clásico como concesión a mi C.C.C., que a lo mejor llevaba años ya dándome
la lata para que lo leyera, una novedad palpitante que suscita mi curiosidad si
bien no estoy del todo segura que vaya a gustarme, un libro gordo y dos o tres
más delgaditos), meto en las maletas lo primero que se me ocurre para
arrepentirme invariablemente de mis pecados en cuanto el avión ha despegado ya
o el coche está demasiado lejos de casa como para retroceder.
Afortunadamente y contra lo que todo el mundo parece
creer y proclamar, en verano se lee poquísimo, sobre todo comparado con lo que
esperábamos leer. Si uno va a la playa, por ejemplo, más que leer lo que
consigue es, básicamente, rebozar el libro en cuestión en agua, sal, arena y cosméticos
con distinto factor de protección solar que dejan manchas grasientas en todas
las páginas. Los libros que sobreviven al azote de la playa merecerían ser
expuestos todos juntos en vitrinas aparte, con sus heridas a la vista y
letreritos que pusieran: Corfú, agosto del 99, o Ibiza, julio del 77.
Pero si uno se va a hacer una ruta por la India,
Nigeria o la selva venezolana todavía lee menos porque llega a la cama tan
agotado después de las caminatas del día que bastan dos o tres páginas para
sumirlo a uno en un dulce y profundo sueño del que, encima, tendrá que
despertarse temprano, pues a la mañana siguiente lo aguardan nuevas y
emocionantes peripecias y paisajes lo bastante exóticos como para que, aún
durante los numerosos traslados de un sitio a otro, uno prefiera contemplarlos
a sumergirse en las páginas de El Quijote.
Así que, resignémonos: donde mejor se lee es en la
propia casa, en nuestra butaca favorita o tumbados en el sofá, y el otoño, el
invierno y la primavera suelen ser las estaciones en que leemos más, por mucho
que en verano llenemos las maletas de gordos e imprescindibles volúmenes que
nos acompañarán en nuestro crucero por el Nilo. Claro que, a nuestro regreso,
por el solo hecho de haber cargado con ellos hasta el otro extremo del mundo, a
veces tenemos casi la impresión de haberlos leído. O de haber pagado un peaje a
nuestra Conciencia de Culpa Cultural.
Tal cual lo cuentas. Mas es inútil, cada año se repite. Yo tengo una estantería de libros pendientes de los distintos veranos. Algunos han conseguido salir de ella, otros se quedaron estancados y no me atrevo a mirarles el lomo pues sé que están resentidos -noto una especial inquina en Don Delillo o ¿será solo mi CCC?-.
ResponderEliminarEl sol y los libros son incompatibles, bien cierto. Estuve una semana en Tailandia frente a la playa con mis libros y apenas los abrí. Claro que la playa en sí y la isla ya tenía suficiente literatura para mamar y no hacía falta libros..
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