No hay duda de que somos animales sociales. La especie humana, desde el
hombre de las cavernas al ciudadano tecnológico de hoy en día, necesita a su
amado prójimo para mil y una cosas, tanto para construir piedra a piedra una
catedral gótica, una pirámide o un rascacielos como para relajarse después de
la dura jornada laboral tomando una cervecita, jugando una partida de cartas, comentando
las incidencias del día con los amigos o disfrutando de una estimulante sesión
de gimnasia erótica en buena compañía.
Contemplados en grupo,
somos formidables: seres esencialmente comunicativos y llenos de ingenio y
curiosidad que han inventado sistemas muy complejos y admirables para satisfacer
una necesidad básica de contarse cosas: ahí están las lenguas, los libros, el
teléfono móvil, la música y el arte, los periódicos, la radio, el cine,
Internet, las redes sociales y la televisión. Y más cosas que me dejo para no
fatigar a los lectores con un inventario interminable.
Sin embargo, fatalmente
llega el momento en que los otros desaparecen del escenario de nuestra vida
cotidiana o nos escabullimos nosotros y, al quedarnos solos, nos quitamos las
máscaras que hemos utilizado para seducir, convencer o dominar a nuestros
semejantes. De regreso a su hogar, la mujer más seductora del mundo se quita el
maquillaje, se aplica una mascarilla verde en la cara que la hace parecer un
monstruo procedente de un remoto planeta, se coloca rulos en el pelo y, tras
despojarse de sus voluptuosas ropas, se pone una bata y unas zapatillas y luego
se echa en el sofá a ver cualquier tontería en la televisión. Viéndola así,
cuesta creer que acapare las portadas de las mejores revistas y que le paguen
auténticas fortunas por asistir a fiestas y por anunciar tal o cual producto.
Es más: podría quitarle a alguien el hipo de un susto morrocotudo. Entretanto,
un poderoso magnate regresa a su casa después de un agotador viaje en la
primera clase de un avión intercontinental. Como la mujer más bella del mundo,
está solo en su casa. Se prepara un relajante baño de burbujas y, una vez en el
agua, hace por fin lo que lleva un buen rato deseando pero, rodeado de gente,
no se ha atrevido a hacer: hurgarse la nariz. Lo hace con tal entrega y
abandono, con tal seriedad y tan apasionada dedicación, que habría que ser un
monstruo sin corazón y sin entrañas para no conmoverse al cazarlo en un gesto
tan humano. Pero la bella y el magnate no son los únicos que están a solas y se
han quitado sus amables y civilizadas máscaras de animales sociales. También el
gastrónomo o el cocinero de élite, a solas en sus cocinas, se hacen un vulgar
bocadillo de sardinas en lata o un par de huevos fritos que comen con ruidosa
ansiedad, engullendo como jamás lo harían en presencia de sus congéneres. Para
no ser menos que ellos, el ser más espiritual y delicado del mundo, que lee tumbado
en la cama poemas de Rainer Maria Rilke o quizá algún sesudo ensayo de un
filósofo, se tira un pedito y aspira el olor con la misma fruición que si fuera
el nuevo perfume de algún diseñador. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, está solo y
nadie se ve obligado a soportar su ventosidad.
Quizá sea ese el precio de vivir en sociedad. Llevar
una máscara educada y respetable resulta cansado a muy corto plazo y de vez en
cuando todos necesitamos batirnos en retirada y cortar nuestra relación con el
resto del mundo. Ahí, metidos en nuestras trincheras, a solas con nosotros
mismos y sin incómodos testigos, todos gozamos del sencillo placer de hacer
ciertas cosas que jamás haríamos en presencia de nadie, desde eructar a
rascarnos de forma inconveniente o mirarnos al espejo de frente y de perfil
escondiendo la barriga. Y el que diga que no, no es más que un mentiroso.