Cada verano hacemos, a veces lejos de nuestros
países, nuevas amistades. Si viajamos en grupo, es lógico que surjan relaciones
de simpatía –o de antipatía, ay- con nuestros compañeros de viaje. Al fin y al
cabo, convivimos durante unos cuantos días y, entre monumento y monumento, o
entre excursión a la sabana y visita a los poblados, se producen siempre esos
momentos más contemplativos y relajados –las comidas, las cenas, las largas
horas de transporte- que nos permiten echar unas risas o atizarnos el relato de
nuestras vidas, en versión resumida o en veintisiete volúmenes.
Pero
no sólo adquiere nuevas amistades quien viaja en grupo. También quien deambula
solo por el mundo y los que lo hacen en pareja cultivan la amistad con los desconocidos
con quienes el azar los reúne en la sala de espera de un aeropuerto, o en medio
de una violenta tormenta tropical. Ni siquiera los recién casados, tan ávidos
de intimidad y romanticismo o quizá algo decepcionados ya –quién sabe- de su
incipiente matrimonio se libran de esos contactos sociales con sus ocasionales
compañeros de viaje.
En
general, más que amistades propiamente dichas, se trata de breves chispazos de
intensa afinidad que quizá no vayan más allá de una conversación en un tren,
memorable, eso sí, o de un par de noches locas alrededor de una mesa, sin
límites horarios, ya que al día siguiente no hay que trabajar y, por lo tanto,
uno puede dedicarse tranquilamente a cambiar el mundo y a hacer los honores de
los vinos y licores de la tierra hasta que el sol salga por el horizonte. Qué
importa que al día siguiente una espantosa resaca nos convierta en piltrafas
humanas incapaces de producir pensamiento inteligente si lo único que tenemos
que hacer es arrastrarnos hasta la playa y gozar del sol y el mar. Sin embargo,
quizá porque disponemos de tiempo y el ocio nos relaja, esas relaciones
amistosas alcanzan a veces un grado asombroso de intensidad, y entonces
bendecimos el azar que nos hizo coincidir y nos juramos eterna amistad,
convencidos de que seguiremos viéndonos cuando, acabadas las vacaciones, cada
cual regrese a su ciudad de origen. Intercambiamos, por supuesto, teléfonos, direcciones
y tarjetas personales con tanta fe como si fueran objetos de devoción capaces
de atarnos para siempre a esos amigos estupendos. Y nos entregamos a emotivas
despedidas, llenas de abrazos y ardientes promesas de inminentes reencuentros.
Luego,
de regreso a nuestros lugares de residencia, la realidad se impone. Al
principio nos escribimos correos con los nuevos amigos y los incorporamos a las
redes sociales de las que formamos parte, y seguimos renovando nuestras
vehementes promesas de algún próximo reencuentro.
Y en ocasiones, hasta cumplimos nuestras promesas y
vamos a pasar un fin de semana a su casa o vienen ellos a la nuestra. Pero con
el tiempo y la distancia, la pasión se apaga casi siempre, y lo que alguna vez
creímos relación estable no llega a superar el efímero ligue.
Me pregunto incluso si no será
precisamente la falta de futuro de esas relaciones lo que hace que a menudo
sean tan intensas y tan gratificantes. Quizá de forma inconsciente sabemos que
no tendremos que hacerles un hueco en nuestra agenda a estos nuevos amigos, que
podemos entregarnos libremente al disfrute porque jamás habrá enojosas
contrapartidas, ni llegaremos a conocernos tanto como para cabrearnos, hacernos
rabiar y soltarnos cuatro verdades desagradables a la cara. Así que ya saben:
aprovechen el verano para contar sus rollos de siempre a oídos vírgenes y
explorar, como quien tiene una aventura extramatrimonial refrescante, el placer
de la amistad.
Mercedes Abad