Sabemos de buena tinta que la vida va en serio. Sin embargo, parece
empeñada en demostrar que es un espíritu travieso y burlón y que le encantan
las bromas pesadas. De ahí que se complazca en bombardearnos regularmente con
esa fina munición que es la ironía.
A diferencia de lo que sucede con la risa o con el
llanto, que son más bien latinos, temperamentales y explosivos y pueden dejarte
tan despeinado como si acabaras de sobrevivir a un terrible huracán, la ironía
tiene los modales de esos caballeros británicos que en medio del peor de los
desastres apenas si levantan una ceja y, por supuesto, jamás se despeinan ni
pierden la compostura. La ironía es una bomba silenciosa que nos explota en el cerebro
con insidiosa sutileza y deja tan solo en nuestro rostro una sonrisa leve y
ambigua como la de la Mona Lisa. De hecho, siempre he sospechado que para
provocar esa peculiar sonrisa en la Gioconda, Leonardo debió de contarle alguna
de las múltiples y estremecedoras ironías que sin cesar nos regala la cruda
realidad.
Entre todas las ironías producidas por la realidad una
de las que más me ha impresionado es la historia de la mujer que un día, por
desgracia, tuvo muy buena suerte. Ya sé que la frase anterior contiene una
extraña paradoja, pero enseguida me explicaré. Resulta que la pobre mujer había
ido al bingo y, justo cuando la suerte le sonrió y puso en sus manos un cartón
premiado, estaba comiendo un nutritivo bocadillo
de lomo caliente. De modo que en el preciso instante en que, pletórica de
alegría y excitación, la mujer gritó «¡Bingo!», tuvo la mala suerte de
atragantarse con el pedazo de bocadillo que tenía en la boca y poco después moría
asfixiada sin que nadie pudiera hacer nada por salvarle la vida. No sé si sus
herederos reclamaron el dinero del premio para pagar el entierro, lo que
resultaría, no ya irónico, sino directamente sarcástico.
Sea como fuere, Leonardo no pudo contar a la Mona Lisa
esta historia ferozmente irónica, por la sencilla razón de que sucedió en España
no hará mucho más de diez años. Sin embargo, pudo muy bien contarle algún
episodio parecido, sucedido en su propia época, para provocar la que tal vez
sea la sonrisa más célebre de todos los tiempos. Al fin y al cabo, por suerte o
por desgracia, los ejemplos de ironía feroz no son precisamente lo que nos
falta en este mundo. He aquí otra muestra, esta vez imaginaria aunque plausible:
pongamos que, después de soñar en ello durante toda la vida, a un hombre le
toca la lotería y, loco de felicidad, se va a la agencia de viajes más cercana para
hacer realidad otro deseo suyo: visitar una isla paradisíaca. Una vez en la
isla, se halla felizmente entregado a un ocio perfecto, tumbado al borde de un
mar resplandeciente, bajo un cocotero, en medio de uno de los paisajes más
bellos y voluptuosos del mundo, cuando se produce un fuerte terremoto en el
fondo del mar y una ola gigante lo arrebata de la tumbona y acaba con su vida.
Las ironías de la vida nos
sitúan de forma perturbadora en un terreno fronterizo entre lo horrible y lo
cómico, como si éstos fueran dos vecinos tan bien avenidos que comparten el
cuarto de baño y quizá también la cocina. En ese territorio fronterizo donde
florece la ironía, las cosas pueden ser ellas mismas y también su contrario.
Por eso el momento de mayor buena suerte de tu vida puede convertirse, por obra
y gracia de la diabólica ironía, en la tragedia más espantosa que te ha
sucedido. De hecho, podría decirse que la ironía brota cuando la comedia y la
tragedia se dan la mano, estableciendo así una extraña alianza, un pacto de
colaboración que da resultados tan divertidos como crueles y funestos. Y es que
la auténtica naturaleza de la realidad reside en la tragicómica paradoja, en la
fulminante ironía y en el sarcasmo. De ahí que, enfrentados a las numerosas ironías
de la vida, a menudo no sepamos si echarnos a reír o romper a llorar y, para
salir del paso, nos limitemos a sonreír como la Gioconda mientras producimos
profundas reflexiones sobre la fragilidad que nos convierte en juguetes de
fuerzas contra las cuales nada podemos.
Diciembre 2004
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