No cabe duda de que el ser humano es el animal más absurdo de todos los
que nacen, crecen, se multiplican alegremente y mueren en este planeta nuestro.
Nosotros nos reímos cuando vemos a un gato dar vueltas sobre sí mismo para
morderse la cola, pero lo cierto es que somos maestros en el arte de caminar en
círculos, para volver una y otra vez al punto de partida completamente
agotados, como el mítico Sísifo, condenado a subir hasta lo alto de una montaña
un pedrusco enorme que, una vez arriba, echaba a rodar pendiente abajo, con lo
que el pobre tenía que volver a empezar, cargando con la puñetera roca por toda
la eternidad. Eso sí, de tanto subir a la montaña, no debía de tener ni un
centímetro de grasa, aunque su vida se nos antoje un tanto limitada.
Por si los niveles de
absurdo que producimos nosotros solitos no fueran suficientes, el mercado está
ahí, vigilante, siempre dispuesto a ayudarnos a batir el record mundial de la
estupidez. Hace ya cierto tiempo, por ejemplo, que los productores de agua
embotellada han comercializado unas botellas de plástico pequeñas que llevan
incorporada una tetina muy parecida a las que tienen los biberones de los bebés,
inspiradas a su vez en los pezones de los que todos hemos chupado con alegre
avidez cuando éramos pequeños y aún no teníamos dientes para triturar las
chuletas. La primera vez que compré una de esas botellas fue en una gasolinera.
Estaba de viaje y preferí comprar el tamaño pequeño, mucho más manejable para
quien se halla al volante y necesita echar un trago de agua para refrescarse,
aunque lo cierto es que la encontré un poco cara comparada con las grandes y,
desde luego, no sabía que llevaba tetina, pues uno no se da cuenta hasta que
quita el tapón de rosca a la botella. Cuando, kilómetros después, me di cuenta
de que la botella tenía una tetina, pensé que había cogido por error un tipo de
botella fabricado única y exclusivamente para los niños pequeños. De todos
modos, tenía sed y, por supuesto, me puse a chupar ávidamente de la tetina, lo
que hizo que me sintiera inmediatamente ridícula. ¿Qué hacía yo a mi edad, una
señora respetable, con sus canas debidamente ocultas tras un luminoso baño de
color, chupando de una tetina como si fuera un bebé? Así que decidí separar la
botella de mi boca unos centímetros, soltar el chorro en el aire y beber como
si la botella de agua fuera un porrón o una de esas botas que en España aún se
usan en ciertos lugares para beber el vino. Lamentablemente, nunca he sabido
beber de un porrón y, encima, debo de estar entre los treinta individuos más
torpes del planeta, de modo que me eché toda el agua por encima.
Como comprenderán,
después de tan mala experiencia, cuando volví a parar en una gasolinera a
comprar otro botellín de agua, los examiné todos con atención para no volver a
caer en la trampa de la maldita tetina. Para cerciorarme del todo, pregunté a
una empleada cuáles eran los botellines que no llevaban tetina. «Todos llevan»,
me contestó tan tranquila, «ahora los fabrican así». De modo que una vez más me
vi a mí misma chupando de aquella tetina, loca de nostalgia por los viejos y
buenos tiempos en que beber a morro de una botella era una operación sencilla y
agradable.
Supongo que también ustedes habrán visto y sufrido esa clase
de botellas. Supongo asimismo que se preguntarán por qué diablos los
fabricantes han decidido, de pronto, hacer botellas con tetina. La respuesta no
podría ser más simple ni más descorazonadora. Sin tetina, las botellas son más
baratas. Pero si les incorpora una tetina, el fabricante puede arañarnos unos
céntimos más. O sea, que no sólo nos arruinan el placer de beber, sino que,
encima, nos lo cobran. Y, nosotros, animales condenados al absurdo, pagamos
unos centimitos de más para que nos torturen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario