viernes, 6 de diciembre de 2013

ABSURDOS DEL MERCADO


No cabe duda de que el ser humano es el animal más absurdo de todos los que nacen, crecen, se multiplican alegremente y mueren en este planeta nuestro. Nosotros nos reímos cuando vemos a un gato dar vueltas sobre sí mismo para morderse la cola, pero lo cierto es que somos maestros en el arte de caminar en círculos, para volver una y otra vez al punto de partida completamente agotados, como el mítico Sísifo, condenado a subir hasta lo alto de una montaña un pedrusco enorme que, una vez arriba, echaba a rodar pendiente abajo, con lo que el pobre tenía que volver a empezar, cargando con la puñetera roca por toda la eternidad. Eso sí, de tanto subir a la montaña, no debía de tener ni un centímetro de grasa, aunque su vida se nos antoje un tanto limitada.
         Por si los niveles de absurdo que producimos nosotros solitos no fueran suficientes, el mercado está ahí, vigilante, siempre dispuesto a ayudarnos a batir el record mundial de la estupidez. Hace ya cierto tiempo, por ejemplo, que los productores de agua embotellada han comercializado unas botellas de plástico pequeñas que llevan incorporada una tetina muy parecida a las que tienen los biberones de los bebés, inspiradas a su vez en los pezones de los que todos hemos chupado con alegre avidez cuando éramos pequeños y aún no teníamos dientes para triturar las chuletas. La primera vez que compré una de esas botellas fue en una gasolinera. Estaba de viaje y preferí comprar el tamaño pequeño, mucho más manejable para quien se halla al volante y necesita echar un trago de agua para refrescarse, aunque lo cierto es que la encontré un poco cara comparada con las grandes y, desde luego, no sabía que llevaba tetina, pues uno no se da cuenta hasta que quita el tapón de rosca a la botella. Cuando, kilómetros después, me di cuenta de que la botella tenía una tetina, pensé que había cogido por error un tipo de botella fabricado única y exclusivamente para los niños pequeños. De todos modos, tenía sed y, por supuesto, me puse a chupar ávidamente de la tetina, lo que hizo que me sintiera inmediatamente ridícula. ¿Qué hacía yo a mi edad, una señora respetable, con sus canas debidamente ocultas tras un luminoso baño de color, chupando de una tetina como si fuera un bebé? Así que decidí separar la botella de mi boca unos centímetros, soltar el chorro en el aire y beber como si la botella de agua fuera un porrón o una de esas botas que en España aún se usan en ciertos lugares para beber el vino. Lamentablemente, nunca he sabido beber de un porrón y, encima, debo de estar entre los treinta individuos más torpes del planeta, de modo que me eché toda el agua por encima.
         Como comprenderán, después de tan mala experiencia, cuando volví a parar en una gasolinera a comprar otro botellín de agua, los examiné todos con atención para no volver a caer en la trampa de la maldita tetina. Para cerciorarme del todo, pregunté a una empleada cuáles eran los botellines que no llevaban tetina. «Todos llevan», me contestó tan tranquila, «ahora los fabrican así». De modo que una vez más me vi a mí misma chupando de aquella tetina, loca de nostalgia por los viejos y buenos tiempos en que beber a morro de una botella era una operación sencilla y agradable.
         Supongo que también ustedes habrán visto y sufrido esa clase de botellas. Supongo asimismo que se preguntarán por qué diablos los fabricantes han decidido, de pronto, hacer botellas con tetina. La respuesta no podría ser más simple ni más descorazonadora. Sin tetina, las botellas son más baratas. Pero si les incorpora una tetina, el fabricante puede arañarnos unos céntimos más. O sea, que no sólo nos arruinan el placer de beber, sino que, encima, nos lo cobran. Y, nosotros, animales condenados al absurdo, pagamos unos centimitos de más para que nos torturen.

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