Yo
siempre me he considerado una persona única, capaz de producir ideas
maravillosamente originales. Pero sospecho que no soy la única. Seguro que
también usted, querido lector, se tiene a sí mismo por alguien único y
original. Es más: estoy convencida de que el 99,9% de los seres que hemos
pisado este planeta a lo largo de la historia de la humanidad creemos (aunque
en público lo neguemos) que somos únicos y originales.
Por eso, cuando dos mujeres que se
cruzan casualmente por la calle o, peor aún, en la alfombra roja de los Oscar
de Hollywood, descubren que llevan el mismo vestido, aunque ambas tengan un
gran sentido del humor, lo más probable es que a las dos les fastidie la
coincidencia. Seguro que disimulan el fastidio con una sonrisa de
circunstancias, sobre todo si son actrices, pero la primera reacción, la
auténtica, sin duda será de disgusto. Lo mismo sucedería con dos caballeros que
en el gimnasio descubrieran que llevan el mismo tatuaje en el mismo lugar. Uno
pretende ofrecer al mundo una imagen singular y resulta que no es ni mucho
menos el único, qué disgusto.
Así las cosas, a nadie debe
sorprender mucho lo que a continuación contaré.
A
veces es muy difícil poner título a un libro, y más aún si es un libro de
cuentos, porque entre los títulos individuales de los cuentos no siempre hay
uno que sea lo bastante representativo de todo el volumen y lo bastante
«sonoro» y atractivo como para emplearlo para el libro entero. Según mi
experiencia, o bien el título del libro está claro desde el principio, o bien
cuesta un montón de noches de insomnio, y no pocas discusiones con el editor,
encontrar un buen título. Pero ya desde antes de empezar a escribir mi último
libro, cuando aún no sabía si serían cuentos o una novela, tenía clarísimo el
título: La niña gorda. En realidad,
era lo único que tenía muy claro. Tan claro lo tenía que ni siquiera lo mantuve
en secreto. No sólo me parecía un título único y original, sino perfecto para
mi libro, que no podía haberse titulado de ninguna otra manera. Ni siquiera me
preocupaba que alguien pudiera plagiármelo porque me parecía que el único libro
capaz de responder a las expectativas sugeridas por el título era, por
supuesto, el mío.
Tan íntimamente convencida estaba de
la originalidad de mi título que en ningún momento se me ocurrió buscarlo por
Internet, por si acaso alguien lo hubiera utilizado antes. Tampoco a mi representante ni a mi editor se les ocurrió
hacerlo. Imaginen mi sorpresa cuando, hace unas semanas, descubrí por
casualidad, como se hacen la mayor parte de los descubrimientos, que Santiago
Rusiñol, un pintor y escritor nacido como yo en Barcelona y muy conocido en
Cataluña, había escrito una novela titulada La
niña gorda… ¡en 1914! Nada más ni nada menos que cien años antes de la
publicación de mi libro. Me quedé petrificada, con la sangre helada en las
venas. Y aún ahora no puedo dejar de preguntarme: si un título como ese, que
tan indiscutiblemente mío me parecía, se lo he copiado a otro sin saberlo,
¿cuántas de nuestras ideas supuestamente originales son nuestras de verdad? ¿Hacemos
algo más que quitar el polvo de ideas producidas por otros hace mucho tiempo y
presentarlas, ilusos de nosotros, como si fueran recién nacidas, y nosotros sus
orgullosos papás?
Por suerte los herederos de Santiago
Rusiñol, o bien no se han enterado de mi plagio involuntario, o bien no han
querido denunciarme. ¿O es que acaso Santiago Rusiñol tenía dotes de vidente y
fue él quien, mirando en su bola de cristal, vio que justo cien años después
una mujer publicaría un libro titulado La niña gorda y fue él quien me robó el
título a mí? Quédense ustedes con la opción que más les guste, pero yo, que
detestaría tener al fantasma de Rusiñol enfadado conmigo y haciéndome
Poltergeist, me voy ahora mismo a poner flores en su tumba. Aunque sólo sea por
la lección que me ha dado sobre mi originalidad.
Mercedes
Abad
Usted señora, que tiene las posaderas peladas, no debería quitarle el sueño. Imagínese a mí, un humilde trovador anónimo, entregar un manuscrito a una editorial con un título que ya había sido usado hasta dos veces. Ahora entiendo que fuera rechazado tan rápido.
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