domingo, 6 de abril de 2014

VERANO Y LECTURA

No sé ustedes, pero yo soy una optimista incurable. Y eso que llevo ya en el planeta Tierra el tiempo suficiente como para no ser exactamente una ilusa y haber aprendido un par de cositas. Sin embargo, cuando cada verano me voy de vacaciones, en mis maletas viajan, entre jerseys y trajes de baño, cinco o seis libros que pesan lo suyo y dificultan notablemente la operación de cerrar las maletas. La mitad de esos libros suelen ser gruesos volúmenes, de muchísimas páginas, que durante la temporada invernal he ido dejando de lado por falta de tiempo y diciéndome, con enternecedora sinceridad: «Ya lo leeré en verano».
         Habida cuenta de la falta de espacio y también, cómo no, de mi indecisión patológica, elegir los libros que vendrán conmigo (lo que implica desechar docenas de candidatos que me persiguen con sus miradas tiernas e implorantes) es siempre una operación complicadísima y de vital importancia, que me pone tan nerviosa como si, en lugar de marcharme tres o cuatro semanas, fuera por fin a instalarme de forma definitiva en una isla desierta por el resto de mis días y sin acceso a Internet.
Por un lado reclaman mi atención los Grandes Clásicos que debería haber leído (y que probablemente alguna vez habré fingido haber leído ya), pero aún no he leído. Por otro lado están las novedades de las que todo el mundo habló durante la temporada, que quizá incluso suscitaron apasionadas polémicas y a las que no tuve tiempo de asomarme. También están, desde luego, los libros de más de seiscientas páginas que durante el curso me dieron una pereza inmensa por su disuasiva longitud, pero que ahora vuelven a tentarme desde los anaqueles. Y, por supuesto, también me hacen señales los libros que más ganas tengo de leer al margen de los dictados de la moda o de mi Conciencia de Culpa Cultural (en adelante C.C.C.). Total, que entre una cosa y otra, decidirme es una experiencia horrorosa. Encima, suelo cambiar de opinión en el último momento y, en lugar de la selección equilibrada y racional (un Gran Clásico como concesión a mi C.C.C., que a lo mejor llevaba años ya dándome la lata para que lo leyera, una novedad palpitante que suscita mi curiosidad si bien no estoy del todo segura que vaya a gustarme, un libro gordo y dos o tres más delgaditos), meto en las maletas lo primero que se me ocurre para arrepentirme invariablemente de mis pecados en cuanto el avión ha despegado ya o el coche está demasiado lejos de casa como para retroceder.
Afortunadamente y contra lo que todo el mundo parece creer y proclamar, en verano se lee poquísimo, sobre todo comparado con lo que esperábamos leer. Si uno va a la playa, por ejemplo, más que leer lo que consigue es, básicamente, rebozar el libro en cuestión en agua, sal, arena y cosméticos con distinto factor de protección solar que dejan manchas grasientas en todas las páginas. Los libros que sobreviven al azote de la playa merecerían ser expuestos todos juntos en vitrinas aparte, con sus heridas a la vista y letreritos que pusieran: Corfú, agosto del 99, o Ibiza, julio del 77.  
Pero si uno se va a hacer una ruta por la India, Nigeria o la selva venezolana todavía lee menos porque llega a la cama tan agotado después de las caminatas del día que bastan dos o tres páginas para sumirlo a uno en un dulce y profundo sueño del que, encima, tendrá que despertarse temprano, pues a la mañana siguiente lo aguardan nuevas y emocionantes peripecias y paisajes lo bastante exóticos como para que, aún durante los numerosos traslados de un sitio a otro, uno prefiera contemplarlos a sumergirse en las páginas de El Quijote.

Así que, resignémonos: donde mejor se lee es en la propia casa, en nuestra butaca favorita o tumbados en el sofá, y el otoño, el invierno y la primavera suelen ser las estaciones en que leemos más, por mucho que en verano llenemos las maletas de gordos e imprescindibles volúmenes que nos acompañarán en nuestro crucero por el Nilo. Claro que, a nuestro regreso, por el solo hecho de haber cargado con ellos hasta el otro extremo del mundo, a veces tenemos casi la impresión de haberlos leído. O de haber pagado un peaje a nuestra Conciencia de Culpa Cultural.

2 comentarios:

  1. Tal cual lo cuentas. Mas es inútil, cada año se repite. Yo tengo una estantería de libros pendientes de los distintos veranos. Algunos han conseguido salir de ella, otros se quedaron estancados y no me atrevo a mirarles el lomo pues sé que están resentidos -noto una especial inquina en Don Delillo o ¿será solo mi CCC?-.

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  2. El sol y los libros son incompatibles, bien cierto. Estuve una semana en Tailandia frente a la playa con mis libros y apenas los abrí. Claro que la playa en sí y la isla ya tenía suficiente literatura para mamar y no hacía falta libros..

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