Lo confieso: soy una pecadora habitual. No lo hago con mucha
frecuencia, pero de vez en cuando me concedo la pecaminosa licencia de darme un
atracón de huevos fritos con chorizo, jamón o tocino. Además de los huevos y
del acompañamiento porcino rebosantes ambos de grasa y colesterol, hago unas
patatas fritas que coloco amorosamente en un montículo, bien redondeado, en el
centro del plato, y que luego corono con los huevos. Este plato, sin duda diabólico
y depravado, me parece tan irresistiblemente seductor que a veces su simple
visión puede llegar a arrancarme lágrimas de felicidad.
Confieso también que,
como ocurre con tantos otros pecados, en este caso prefiero pecar con algún
cómplice e intercambiar exclamaciones de placer y felicidad mientras dura el
delicioso atracón, aunque también suelo ceder a solas a la tentación.
No sé si a ustedes también les sucede algo parecido
pero, una vez acabado el plato, cuando ya me lo he zampado todo y tengo el
estómago lleno a reventar, enseguida se apodera de mi ánimo una melancolía
parecida a la que experimentan los amantes después del acto sexual. Estoy
ahíta, y el intenso placer de mojar pan o patatas en los huevos, devorando así
cantidades industriales de grasientas calorías, es ya sólo un recuerdo. Un recuerdo
muy bonito, eso sí, pero que pertenece ya a un pasado irrecuperable y remoto. Acto
seguido, la melancolía inicial se enriquece con un profundo sentimiento de
culpa por haber cometido la insensatez de entregarme a un placer prohibido que
atenta contra mi salud y tal vez acortará mi vida una semana o dos, quién sabe.
A continuación sobreviene un horrible tormento: no puedo evitar sentirme tan
sucia y contaminada como un río en el que unos desaprensivos acabaran de hacer
vertidos tóxicos. Noto como mis arterias se obstruyen por culpa de la maldita
grasa y como todos mis órganos emprenden un lento pero inexorable proceso de
autodestrucción. Por mi culpa, claro, por comer porquerías que no debería mirar
ni en foto.
Entonces, cuando mis padecimientos resultan
insoportables, me impongo una penitencia, que casi siempre consiste en
someterme a una dieta severísima que durante cierto tiempo me obligará a purgar
mis excesos pasando un hambre horrorosa y prescindiendo de casi todas las
alegrías gastronómicas.
Puede que mi relato sea un poco exagerado, pero cada
época tiene sus pecados. Hoy en día, en los países ricos, donde se
supone que la gente es más libre, ya nadie perece en la hoguera acusado de
brujería, y cosas antaño consideradas pecado mortal, como el adulterio, han
dejado de serlo. En cambio, los supuestos atentados contra la propia salud,
como fumar cigarrillos, consumir alcohol, seguir lo que se considera una
alimentación incorrecta o estar gordo son cosas cada vez peor vistas por
nuestra sociedad, donde el patrón de individuo “correcto” implica ser delgado,
atlético y estar bronceado, pues la piel blanca, las carnes voluptuosas y
la textura blandita de las mujeres de los cuadros de Rubens no sólo ya no son
consideradas hermosas, sino que, además de feas, resultan moralmente
condenables. Si antes uno se sentía sucio por tener relaciones sexuales fuera
del sacrosanto matrimonio o por no acudir a misa y confesar sus pecados al
sacerdote de forma regular, ahora lo más sagrado es el cuerpo y, lo queramos o
no, papá Estado se impone la obligación de velar por nuestra salud. Tal es el
celo con que cumple su misión de vigilancia que se ha sentido obligado a añadir
en los paquetes de tabaco una serie de mensajes donde se nos advierte de las
calamidades que podemos atraernos si fumamos cigarrillos.
Puede que dentro de un tiempo, el Estado considere que
también las bebidas alcohólicas deben incluir una advertencia siniestra acerca
de los perjuicios del alcohol y así sucesivamente. ¿Se imaginan ir a comprar
carne en paquetes que advertirán de los serios peligros de tomar carne roja con
demasiada frecuencia? ¿Se imaginan comprar un coche que, cuando circulemos, nos
repita cada media hora cuanta gente muere cada año en la carretera?
Querida Mercedes Abad,
ResponderEliminarno sabes lo que disfruto de tus escritos, me encantan, me río mucho y me dejan pensando largo rato y a veces toda la semana. Te he encontrado en ECOS la revista para apreder español y ahora descubrí tu página y los muchos libros que tienes...
Estoy usando tus textos con mis alumnos avanzados y le encanta. Tus textos dan mucho para conversar y despellejar al mundo. Nos encanta como describes la vida y los personajes, en fin, nos gusta todo.
Te mando un abrazo y me acabo de comprar tu libro "la niña gorda".
Besos desde Berlín,
Eileen